viernes, 6 de marzo de 2009

Cocaína

“Hay una tierra feliz, lejos, muy lejos.”— Himno.

I

De todas las Gracias que se arraciman sobre el trono de Venus la más tímida y esquiva es esa doncella a la cual los mortales llaman Felicidad. Ninguna es acechada tan vehementemente; ninguna es tan difícil de conseguir. De hecho, solamente santos y mártires, por lo general desconocidos para sus prójimos, la han hecho suya; y la han alcanzado fundiendo en sí mismos su sentido del Ego con el acero candente de la meditación, disolviéndose en ese divino océano de la Conciencia cuya espuma es una dicha desapasionada y perfecta.

Para los demás, la Felicidad acude solamente de forma casual; cuando menos se la busca, quizás aparezca. Buscaréis sin encontrarla; preguntaréis, y no obtendréis respuesta; golpearéis, y no se abrirá ante vosotros. La Felicidad es siempre un accidente divino. No es una cualidad definida; es la plenitud de las circunstancias. Es inútil mezclar sus ingredientes; en la vida, los experimentos que la produjeron en el pasado pueden repetirse sin fin, con destreza y variedad infinitas, en vano.

Que una entidad tan metafísica pueda producirse en un momento, y no por medio de la sabiduría o una fórmula mágica, sino por una simple hierba, parece algo más que una historia de hadas. El más sabio de los hombres no puede aumentar la felicidad de otros, aunque les otorgase juventud, belleza, abundancia, salud, inventiva y amor; el más bajo rufián, tiritando en andrajos, indigente, enfermo, viejo, cobarde y estúpido, un mero cenagal de envidia, puede llevársela de un rápido soplo. La cosa es tan paradójica como la vida, tan mística como la muerte.

¡Mirad ese reluciente montón de cristales! Son Clorhidrato de Cocaína. Al geólogo le recordarán la mica; para mí, el alpinista, son como esos copos de nieve, ligeros y resplandecientes, que florecen especialmente allí donde las rocas sobresalen del hielo en los glaciares agrietados, y a los que el viento y el sol han besado y convertido en espectrales. A los que no conocen las grandes montañas pueden sugerirles la nieve que centellea entre los árboles con capullos de luz y brillo. El reino de las hadas tiene tales joyas. A aquel que los pruebe en su nariz —su acólito y esclavo— deben de parecerle como si el rocío del aliento de algún gran demonio de la Inmensidad se hubiese congelado en su barba por el frío del espacio.

Porque nunca ha habido ningún elixir de magia tan inmediata como la cocaína. Proporcionadla a no importa quien. Traedme al último fracasado de la tierra; dejadle sufrir todas las torturas de la enfermedad; quitadle la esperanza, quitadle la fe, quitadle el amor. Entonces mirad, observad el dorso de esa mano ajada, su piel descolorida y arrugada, quizás inflamada por un agónico eczema, quizás putrefacta por alguna llaga maligna. Que coloque en ella esa nieve reluciente, sólo unos pocos granos, un montoncito de polvo estrellado. El brazo consumido se levanta lentamente hacia una cabeza que es poco más que una calavera; la débil respiración absorbe ese polvo radiante. Ahora debemos esperar. Un minuto — quizás cinco minutos.

Entonces sucede el milagro de milagros, tan seguro como la muerte, pero tan imperioso como la vida; algo aún más milagroso, por ser tan súbito, tan alejado del normal curso de la evolución. Natura non facit saltum — la naturaleza nunca da un salto. Cierto — por consiguiente este milagro es algo que parece contra natura.

La melancolía desaparece; los ojos brillan; la boca triste sonríe. Casi retorna el vigor viril, o parece retornar. Cuanto menos la fe, la esperanza y el amor acuden en tropel a la danza; todo lo que se había perdido se encuentra.

El hombre es feliz.

A uno la droga le puede traer vivacidad, a otro languidez; a otro fuerza creativa, a otro energía incansable, a otro encanto, y a otro lujuria. Pero cada uno a su manera es feliz. ¡Pensad en ello! — ¡tan simple y tan trascendental! ¡El hombre es feliz!

He viajado por todos los rincones del globo; he visto tales maravillas de la Naturaleza que mi pluma aún chisporrotea cuando intento relatarlas; he visto muchos milagros debidos al genio del hombre; pero nunca he visto una maravilla como esta.

II

¿No hay una escuela de filósofos fría y cínica, que considere a Dios un bromista? ¿Que piense que Él se complace en el desprecio de la insignificancia de sus criaturas? ¡Deberían basar sus tesis en la cocaína! Porque aquí yacen una amargura, una ironía y una crueldad inefables. Este regalo de la felicidad repentina y segura no se da sino para tentar. La historia de Job no contiene ningún trago tan amargo. ¿Qué sería más gélidamente odioso, qué comedia habría más malvada, que ofrecer tal dádiva y agregar “Esto no lo debéis tomar”? ¿No se nos podría dejar que afrontáramos las miserias de la vida, malas como son, sin esta congoja primordial de saber que el gozo perfecto está a nuestro alcance, y que el precio de esa alegría es un aumento multiplicado de nuestra angustia?

La felicidad de la cocaína no es pasiva o apacible como la de los animales; es consciente de sí misma. Le dice al hombre lo que es y lo que podría llegar a ser; le ofrece la apariencia de la divinidad, aunque pueda saberse un gusano. Despierta el descontento de una forma tan aguda que ya nunca volverá a dormirse. Crea hambre. Dadle cocaína a un hombre ya sabio, instruido en el mundo, de fuerte moral, a un hombre con inteligencia y autocontrol. Si realmente es dueño de sí mismo, no le hará daño. Sabrá que es una trampa; se cuidará de repetir tales experimentos todas las veces que podría hacerlo; y posiblemente vislumbrar su objetivo pueda incluso incentivarle a llevarlo a cabo por los medios que Dios ha designado para Sus santos.

Pero dádsela al hombre que no se controla, al que está de vuelta de todo —al hombre común, en una palabra— y estará perdido. Dirá, y su lógica es perfecta: Esto es lo que quiero. No conoce, ni puede conocer, el camino verdadero; para él sólo hay el camino falso. Necesita cocaína y la toma una y otra vez. El contraste entre su vida de larva y su vida de mariposa es demasiado amargo para que lo soporte su alma nada filosófica; se niega a tomar azufre con melaza.

Y así ya no puede soportar los momentos de infelicidad; es decir, de la vida normal; porque es así como la llama ahora. Los intervalos entre sus faltas de control disminuyen.

Y ¡ay! el poder de la droga disminuye a paso aterrador. Las dosis aumentan; los placeres disminuyen. Se presentan los efectos secundarios, invisibles al principio; son como demonios con tridentes llameantes.

Probar una sola vez la droga no conlleva ninguna reacción perceptible en un hombre sano. Se acuesta a su hora, duerme bien y se despierta descansado. Los indios sudamericanos mastican habitualmente esta droga en su forma cruda, durante la marcha a pie, y logran prodigios, desafiando el hambre, la sed y la fatiga. Pero la utilizan solamente en caso extremo; además, un descanso prolongado y una comida abundante permiten al cuerpo recuperar su capital. También ocurre que los salvajes, a diferencia de la mayoría de los habitantes de las ciudades, poseen sentido y fuerza morales.

Lo mismo puede decirse de los chinos y los indios respecto a su uso del opio. Todo el mundo lo utiliza, y sólo en raros casos llega a convertirse en un vicio. Para ellos es como el tabaco para nosotros.

Pero la naturaleza le habla pronto al que abusa de la cocaína por placer; y no es oída. Los nervios se cansan de la estimulación constante; necesitan descanso y alimento. Hay un punto en que el caballo agotado ya no responde a látigos ni espuelas. Tropieza, cae como una mole temblorosa, y exhala su último aliento.

Así perece el esclavo de la cocaína. Con todos los nervios clamándole, lo único que puede hacer es renovar el latigazo del veneno. El efecto farmacéutico ha acabado; pero el efecto tóxico se acumula. Los nervios enloquecen. La víctima comienza a tener alucinaciones. "¡Mirad! En esa silla hay un gato gris. No he querido decir nada, pero lleva ahí todo el tiempo."

O bien hay ratas. "Me encanta verlas subir por las cortinas. ¡Oh, sí! Ya sé que no son ratas reales. Aunque ésa sí es una rata real, la del suelo. Una vez casi la mato. Ésa es la primera rata que vi; es una rata real. La primera vez la vi una noche en mi ventana."

Dicho suavemente, así es la manía. Y pronto el placer pasa, y detrás viene su contrario, como Eros es seguido por Anteros.

"¡Oh, no! Nunca se me acercan". Pero unos días después ya están corriendo sobre la piel, royendo insoportablemente e interminablemente, repugnantes e inexorables.

Es innecesario describir el final, por mucho que se prolongue, porque a pesar de la desconcertante destreza desarrollada por el anhelo de la droga, la situación de demencia bloquea al paciente, y su abstinencia forzada durante una temporada está lejos de apaciguar los síntomas físicos y mentales. Entonces se procura un nuevo suministro, y con celo multiplicado el maníaco toma el bocado entre los dientes y galopa al borde negro de la muerte.

Y antes de esa muerte llegan todos los tormentos de la condenación. El sentido del tiempo está destruido, de modo que una hora de abstinencia puede albergar más horrores que un siglo del normal dolor ligado al tiempo y al espacio.

Los psicólogos comprenden poco cómo el ciclo fisiológico de la vida y la normalidad del cerebro hacen de la existencia algo insignificante, tanto para lo bueno como para lo malo. Para comprenderlo, ayunad un día o dos; ved cómo la vida arrastra un constante dolor subconsciente. Con hambre de droga, este efecto se multiplica por mil. El tiempo mismo es abolido. El verdadero infierno eterno metafísico se hace entonces presente en la conciencia, que ha perdido sus límites sin encontrar a Aquel que no tiene límite.

III

Gran parte de esto es bien sabido; el sentido dramático me ha forzado a enfatizar lo que es de conocimiento general, dadas las dimensiones de la tragedia — o de la comedia, si uno tuviera esa capacidad de distanciamiento de lo humano que atribuimos solamente a los hombres más grandes, los Aristófanes, los Shakespeares, los Balzacs, los Rabelais, los Voltaires, los Byrons, esa capacidad que hace que los poetas unas veces se compadezcan de las aflicciones de los hombres y otras veces se regocijen despreciativamente con sus desconciertos.

Pero yo debería haber destacado más sabiamente el hecho de que los mejores de entre los hombres pueden utilizar esta droga, y muchas otras, con beneficios para sí mismos y para la humanidad. Solamente la usarán para realizar determinados trabajos que no podrían hacer sin ella, como los indios de quienes he hablado antes. Cito como ejemplo a Herbert Spencer, que tomaba diariamente morfina, nunca superando cierta dosis prescrita. Wilkie Collins también superó la agonía de su gota reumática con láudano, y nos dio obras maestras no superadas.

Algunos fueron demasiado lejos. Baudelaire se crucificó a sí mismo, en cuerpo y mente, en su amor a la humanidad; Verlaine se convirtió al final en esclavo cuando había sido tanto tiempo el amo. Francis Thompson se mató con opio, lo mismo que Edgar Allan Poe. James Thomson hizo lo mismo con alcohol. Los casos de De Quincey y de H. G. Ludlow son menores, pero similares, usando respectivamente láudano y hachís. El gran Paracelso, que descubrió el hidrógeno, el zinc y el opio, empleó deliberadamente el alcohol como excitante, compensándolo con ejercicio físico violento, para hacer aflorar los poderes de su mente.

Coleridge dio lo mejor de sí bajo los efectos del opio, y debemos la pérdida del final de Kublai Khan a la interrupción de un “importuno hombre de Porlock”, ¡maldito sea por siempre en la historia de la raza humana!

IV

Considerad la deuda de la humanidad para con el opio. ¿Está absuelta por la muerte de algunos por su abuso?

Porque la importancia de este ensayo radica en la discusión de la pregunta práctica: ¿deberían las drogas ser accesibles al público?

Aquí hago una pausa para pedir la indulgencia del pueblo americano. Me veo obligado a tomar un punto de vista chocante a la vez que impopular. Estoy en la poco envidiable posición de quien pide a otros cerrar los ojos a lo particular para que así puedan visualizar lo general.

Pero creo que en materia de legislación América está procediendo en general a partir de una teoría enteramente falsa. Creo que la moralidad constructiva es mejor que la represión. Creo que la democracia, más que cualquier otra forma de gobierno, debe confiar en a la gente, como específicamente finge hacer.

Ahora bien, me parece oportuno usar tácticas mejores y más valientes para atacar la teoría contraria por su punto más fuerte.

Habría que hacer ver que ni siquiera en el caso más discutible está un gobierno justificado al restringir el uso a causa del abuso; o si admitimos esta justificación, discutamos sobre su utilidad.

Así pues, pasemos al meollo de la cuestión: ¿deberían las drogas “que crean hábito” ser accesibles al público?

La cuestión es de interés inmediato, porque el evidente fracaso de la Ley Harrison ha dado origen a una nueva proposición — a una que empeora lo malo.

No esgrimiré aquí la grandiosa tesis de la libertad. Los hombres libres la han establecido desde hace largo tiempo. ¿Quién puede mantener que el voluntario sacrificio de la vida de Cristo fue inmoral, porque privó al estado de un útil contribuyente?

No; la vida de un hombre es suya, y tiene el derecho a destruirla como disponga, a menos que se entrometa demasiado ostensiblemente en los privilegios de sus vecinos.

Pero justamente ésta es la cuestión. En los tiempos modernos la entera comunidad es nuestro vecino, y uno no debe estropear eso. Muy bien; entonces hay pros y contras, y un equilibrio a determinar.

En América la idea de la prohibición en todos los temas es llevada mayoritariamente por periódicos histéricos, y hasta un extremo fanático. “Sensación a cualquier precio para el próximo domingo” es en la mayoría de las redacciones el equivalente a la supuesta orden alemana de capturar Calais. De aquí que los coribantes de la prensa celebren ditirámbicamente los peligros de todas y cada una de las cosas, y que la prohibición sea el único remedio. A dispara a B con un revólver; remedio, la Ley Sullivan. En la práctica, esto funciona bastante bien, porque la ley no se hace cumplir contra el cabeza de familia que guarda un revólver para protegerse, pero es un instrumento práctico contra el gángster y ahorra a la policía el problema de demostrar la intención criminal.

Pero es la idea la que estaba equivocada. Un hombre disparó recientemente contra su familia y contra sí mismo con un rifle equipado con un silenciador Maxim. El remedio, ¡una ley para prohibir los silenciadores Maxim! Sin darse cuenta de que, si el hombre no hubiese tenido arma alguna, habría estrangulado a su familia con sus propias manos.

Los reformadores americanos parecen no tener ni idea de que, en cualquier época o respecto a cualquier cosa, el único remedio para lo equivocado es lo correcto; que la educación moral, el autocontrol, los buenos modales, salvarán al mundo; y que la legislación no es simplemente una cosa inútil, sino un vaho sofocante. Además, un exceso de legislación derrota a sus propios fines. Criminaliza a la población entera, convierte a todos en policías y en soplones. La salud moral de un pueblo así está arruinada para siempre; solamente la revolución puede salvarlo.

Ahora en América la Ley Harrison hace teóricamente imposible para el lego, difícil incluso para el médico, obtener “drogas narcóticas”. Pero casi cada lavandería china es un centro de distribución de cocaína, morfina y heroína. Negros y vendedores callejeros también hacen un comercio boyante. Algunos calculan que una de cada cinco personas en Manhattan es adicta a una u otra de estas drogas. Apenas puedo creer esta estimación, a pesar de que la búsqueda de distracción es algo maníaco entre esta gente, que tiene tan poco aprecio por el arte, la literatura o la música, que no tienen, en resumidas cuentas, ninguno de los recursos que los pueblos de otras naciones poseen en sus mentes cultivadas.

V

Era una persona muy fatigada, aquella tarde calurosa del verano de 1909, la que deambulaba por Logroño. Hasta el río parecía demasiado perezoso para fluir, y se estancaba en albercas, con la lengua colgando por así decirlo. El aire brillaba suavemente; en la ciudad, las terrazas de los cafés estaban atestadas de gente. No tenían nada que hacer, y una firme determinación de hacerlo. Sorbían el vino áspero de los Pirineos, o un Rioja del sur bien aguado, o jugueteaban con vasos de cerveza pálida. Si alguno de ellos hubiese leído el llamamiento del general de división O’Ryan al soldado americano, habrían supuesto que la mente de ese hombre estaba dañada.

“El alcohol, llámalo cerveza, vino, whisky, o con cualquier otro nombre, es un engendrador de ineficacia. A pesar de que afecta de forma distinta a los hombres, los resultados son iguales en lo tocante a que dejan de ser normales por un tiempo. Algunos se vuelven olvidadizos, otros pendencieros. Algunos se alborotan, otros se indisponen, algunos se adormilan, otros ven sus pasiones enormemente estimuladas”.

En cuanto a nosotros, estábamos en marcha hacia a Madrid. Estábamos obligados a apurarnos. Una semana, o un mes, o un año como mucho, y deberíamos irnos de Logroño obedeciendo el toque de corneta del deber.

De cualquier modo, decidimos olvidarnos de él, por el momento. Nos sentamos, e intercambiamos puntos de vista y experiencias con los lugareños. Debido al hecho de que nos apresurábamos, creyeron que éramos anarquistas, y les alivió nuestra explicación de que éramos “ingleses locos”. Y estábamos todos juntos y felices y todavía me estoy dando puntapiés por tonto por haber seguido hasta Madrid.

Si uno está en una cena en Londres o Nueva York, se hunde en un abismo de aburrimiento. No hay tema de interés general, no hay ingenio; es como esperar un tren. En Londres uno se sobrepone al ambiente bebiendo una botella de champán lo más rápidamente posible; en Nueva York hace acopio de cócteles. Los ligeros vinos y cervezas de Europa, tomados con moderación, no sirven de nada; no hay tiempo de ser feliz, así que en su lugar uno tiene que excitarse. Cenando solo o con amigos, en contraste con el ambiente de una fiesta, uno puede estar enteramente a sus anchas con un Borgoña o un Burdeos. Se tiene toda la noche por delante para ser feliz, y no es necesario apresurarse. ¡Pero el neoyorquino corriente no tiene tiempo ni siquiera para una cena! Casi lamenta la hora en que cierra su oficina. Su cerebro todavía está ocupado con sus planes. Cuando desea “placer”, calcula que puede gastarse sólo media hora en él. Tiene que echarse garganta abajo los más fuertes licores a la máxima velocidad posible.

Ahora imaginad a este hombre —o a esta mujer— con el tiempo disponible ligeramente acortado. Ya no desperdicia diez minutos en la obtención de “placer”, o quizás no se atreve a beber abiertamente frente a otras personas. Pues bien, su remedio es simple; puede conseguir la acción inmediata de la cocaína. No hay olor, y puede ser tan discreto como cualquier anciano de la iglesia podría desear.

La malicia de la civilización es la vida intensa, que exige estimulación intensa. La naturaleza humana requiere placer; los placeres saludables requieren ocio; debemos elegir entre la intoxicación y la siesta. No hay cocainómanos en Logroño.

Por otra parte, en ausencia de una Atmósfera, la vida exige una Conversación; debemos elegir entre la intoxicación y el cultivo de la mente. No hay drogadictos entre la gente interesada en primer lugar por la ciencia y la filosofía, el arte y la literatura.

VI

Sin embargo, aceptemos las demandas prohibicionistas. Admitamos el argumento de la policía de que la cocaína y demás son usadas por criminales que de otra forma carecerían de sangre fría para operar. También afirman que los efectos de la droga son tan mortales que los ladrones más astutos rápidamente se vuelven ineficaces. ¡Entonces, por todos los cielos, establezcamos almacenes donde puedan conseguir cocaína gratis!

No se puede curar a un drogadicto; no se puede hacer de él un ciudadano útil. Nunca fue un buen ciudadano, o no habría caído en la esclavitud. Si se le reforma temporalmente, con grandes costos, riesgos y problemas, todo el trabajo desaparecerá como la bruma matinal cuando se tope con la próxima tentación. El remedio apropiado es dejar que siga su camino y se vaya al diablo. En lugar de menos droga, dadle más droga, y acabad con él. Su destino será una advertencia para sus vecinos, y en un año o dos la gente tendrá el sentido de evitar el peligro. Los que no lo tengan, dejad que mueran también, y salvad al estado. Los débiles morales son un peligro para la sociedad, sea cual sea la línea que sigan sus faltas. Si ellos mismos son tan amables de matarse a sí mismos, es un crimen interferir.

Se dirá que mientras estas personas se van matando harán diabluras. Quizás, pero ya las están haciendo ahora.

La prohibición ha creado un tráfico subterráneo, como hace siempre; y los males de esto son inconmensurables. Millares de ciudadanos están asociados para derrotar la ley, y verdaderamente la propia ley les soborna para hacerlo así, puesto que las ganancias del comercio ilícito llegan a ser enormes, y cuanto más ajustada es la prohibición, más irrazonablemente grandes son. De esta forma podríais erradicar el uso de pañuelos de seda, y la gente diría: “Muy bien, usemos lino”. Pero el “cocainómano” desea cocaína; y no podéis disuadirle con sales de Epsom. Por otra parte, su mente ha perdido toda proporción; pagará cualquier cosa por su droga; nunca dirá, “no puedo permitírmela”; y si el precio es alto, robará, atracará, asesinará para conseguirla. Lo vuelvo a decir: no se puede reformar a un drogadicto; todo lo que hagáis para evitar que la obtenga sólo conseguirá crear una clase de criminales astutos y peligrosos; e incluso cuando ya los hayáis encarcelado a todos, ¿se encontrará alguien algo mejor?

Mientras haya beneficios tan grandes (del mil al dos mil por ciento) al alcance de los distribuidores secretos, será del interés de esos distribuidores crear nuevas víctimas. ¡Y los beneficios en la actualidad valdrían mi ida y vuelta en primera clase a Londres para pasar de contrabando no más cocaína de la que podría ocultar en el forro de mi gabán! ¡Con todos los gastos pagados, y una bonita suma en el banco al final del viaje! Y aún con toda la ley, espías y demás, yo podría vender mi material en el barrio chino a un riesgo mínimo en una sola noche.

Otro punto es éste. La prohibición no puede llevarse al extremo. Es imposible, en última instancia, retirarles las drogas a los médicos. Ahora los médicos, más que cualquier otra clase, son drogadictos; y también hay muchos que traficarán con drogas motivados por el dinero o el poder. Si se posee el suministro de la droga, se es el amo, en cuerpo y alma, de cualquier persona que la necesite.

La gente no entiende que una droga, para su esclavo, es más valiosa que el oro o los diamantes; una mujer virtuosa puede estar por encima de los rubíes, pero la experiencia médica nos dice que no hay mujer virtuosa necesitada de droga que no se prostituya a un trapero por una sola esnifada.

Y si se da realmente el caso de que un quinto de la población toma alguna droga, entonces para esta pequeña y equivocada isla se preparan unos tiempos muy movidos.

El disparate del argumento prohibicionista está demostrado por la experiencia de Londres y otras ciudades europeas. En Londres cualquier cabeza de familia o persona de aspecto responsable puede comprar cualquier droga tan fácilmente como si fuera queso; y Londres no está lleno de maníacos delirantes, esnifando cocaína por las esquinas, en los intervalos entre allanamientos, violaciones, incendios provocados, asesinatos, delitos de oficina y crímenes de alta traición, como nos aseguran que sería el caso si se permitiese amablemente que un pueblo libre ejercitara una pequeña libertad.

Si el argumento prohibicionista no fuera absurdo, sería un comentario sobre el nivel moral del pueblo de los Estados Unidos, comentario que habría ofendido con razón a los cerdos de Gadara tras haber entrado los demonios en ellos.

No me concierne aquí protestar en su nombre, admitiendo la justicia de la observación. Sigo diciendo que la prohibición no es ningún remedio. El remedio está en dar a la gente algo sobre lo que pensar, en desarrollar sus mentes, en llenarlas de ambiciones más allá de los dólares, en instaurar un tipo de logros que se midiera en términos de realidades eternas. En una palabra, en educarlos.

Si esto parece imposible, pues bien; es sólo un argumento más para animarles a que tomen cocaína.


Traducción tomada de MundoAntiprohibicionista
Modificada para esta edición por diOshamuertO
Texto original en inglés

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